abel La Vía Escénica

lunes, 9 de febrero de 2015

PEQUEÑOS GENIOS (3ª PARTE)

Los súper héroes no escasean.  Os lo garantizo. Puede que las malas noticias estén por todas partes, puede que las cosas no sean como deberían de ser, pero yo os digo que, gracias a ellos, hay motivos para ser optimistas.

El otro día os hablé de Javi, que era capaz de volverse invisible y de hablar con los árboles. Hoy me gustaría presentaros a Jesús. Actualmente tiene 7 años, pero lo conocimos hace dos o tres veranos. Es bajito y delgado, con la naricilla respingona y con un par de ojos rasgados y despiertos que te dejan sin respiración cuando te miran. El tío es guapo hasta decir basta. Tiene un pequeño defecto en las piernas que le hace caminar de una forma muy particular. Anda de puntillas, torciendo un poco las piernas y meneando las caderas y los hombros cuando va de un lado a otro. Pero eso no le hizo perder nunca ni un ápice de su fuerza y de su arrojo. 

Como no podía ser de otra forma, el primer verano que estuvo con nosotros se ganó el derecho de custodiar la llave dorada de la puerta que daba acceso a la piscina. Imaginad una fila de más de cincuenta niños y niñas en bañador, con las toallas al hombro, las chanclas, los juegos de cartas… Todos frente a aquella puerta verde, que aún permanecía cerrada. Hacía calor y el aire olía a cloro y a crema solar. Estaban esperando a Jesús que, llave en mano, con la toalla atada al cuello, las gafas de piscina puestas y una gran jota pintada en su pecho desnudo, oía la llamada de sus compañeros. ¡Teníais que verlo volar! Lo llevábamos en volandas, cruzando el patio, y él extendía el brazo hacia delante, con el puño bien cerrado. Siempre había algún ayudante a nuestro lado que se encargaba de agitar su capa en el aire mientras duraba el vuelo, para darle más veracidad al asunto. Y, jaleado por todos, Jesús llegaba a la cerradura, introducía la llave y nos abría el camino hacia las azules aguas de la piscina. Nos hubiéramos desmayado de pena y de calor si no hubiera sido por él…

Pero, de todas las hazañas realizadas por este personaje, la que más me impresionó y la que siempre recordaré con más cariño, se produjo hace apenas un par de meses. Jesús es un pequeño seductor, y una de sus especialidades es la de robarle besos a las niñas. A veces se acerca a ellas, sigilosamente, y les planta un beso en la boca. Claro, las niñas se enfadan y protestan, y nosotros tenemos que regañarle un poquito y decirle que eso no está bien. En la mejilla vale, Jesús, pero los besos en la boca, si son sin permiso, pueden molestar. Desde entonces, a las niñas las besa en la mejilla y, los otros besos, los reserva para las muñecas, que no suelen quejarse. Sirva esta explicación previa para que os hagáis una idea de la tremenda capacidad de dar cariño de nuestro súper héroe de hoy. 

Pues resulta que, como iba diciendo, hace apenas un par de meses estaba yo jugando en el patio con Paula, que siempre me provoca para que la persiga y que me niega una y otra vez sus besos (sí, definitivamente, va de besos la cosa). “Paula, ¿cuándo me vas a dar el beso que siempre te pido?”, le pregunté. Y ella, desde lejos, se rió y me gritó: “¡Nunca!”. Resignado y triste, le contesté: “¡Me acabas de partir el corazón!”. Y entonces, Jesús, que estaba por allí, contemplando aquella escena muy atento, echó a correr hacia mí, de puntillas, y cuando llegó a mi lado, se llevó la mano al pecho y me dijo: “Toma, Migue, no te preocupes. Yo te doy mi corazón. Toma…


Me quedé mirándolo: allí estaba Jesús, con su manita extendida, ofreciéndome un corazón nuevo para sustituir el mío, roto e inservible ya… Él me quiere mucho, no creo que haga falta decirlo a estas alturas. Siempre me cuida, siempre tiene palabras bonitas para mí, siempre me anima cuando se sienta en las escaleras a acabarse el bocadillo y estamos jugando al fútbol. Pero, eso que hizo, confieso que no me lo esperaba. Es muy posible que se sintiera identificado conmigo en ese momento. No en vano, a él también le habían negado un montón de besos… El caso fue que sonreí, le di las gracias, acepté su corazón y me lo guardé bien dentro. Y, desde entonces, no he vuelto a ser el mismo.

Miguel A. González

sábado, 24 de enero de 2015

PEQUEÑOS GENIOS (2ª parte)


Uno de los acuerdos que tomamos mis compañeras y yo cuando conocimos a Javier, a sus  4 o 5 añitos, era el de recordarle, de vez en cuando, que vivía en la realidad. Era, y todavía lo es, un niño especial. Y, además, el tío tenía su gracia. Me contó una amiga, que conocía a Javi porque trabajaba en su colegio, que habían hecho una excursión al centro y que, al pasar bajo la estatua de Colón que hay en el puerto de Barcelona, les preguntó a los niños si sabían quién era el que estaba ahí subido en aquella columna tan alta, señalando con firmeza hacia el horizonte. Y Javi, convencidísimo, respondió que era el rey del mambo
Pero voy al grano.

Todo el mundo conoce la expresión “dejar volar la imaginación”. Pues bien, la imaginación de esta criatura tenía unas alas impresionantes, y no era fácil volver a centrarlo de nuevo cuando acababa la hora de jugar. En otras palabras, a Javi no hacía falta estimularle demasiado. ¿Recordáis que a Obelix no le daban nunca la poción mágica porque de pequeño se cayó en la marmita y tuvo algo parecido a una sobredosis? Pues eso. Cuando jugábamos a súper héroes, uno de sus súper poderes favoritos era el de la invisibilidad. Sí, también usaba su súper fuerza, y su súper velocidad y sus poderes telepáticos, por supuesto… 

Por ejemplo, Javier se ponía en cuclillas en el suelo, apoyaba una mano en la tierra y la otra la ponía en su frente para, con los ojos cerrados, oír hablar a los árboles y comunicarse con ellos. “¿Qué te han dicho los árboles, Javi?” “Dicen que soy un niño muy bueno, y que me tenéis que querer mucho”, nos contaba él. “¿En serio? ¿Eso te han dicho? ¡Pues tendremos que hacerle caso a los árboles!”. En el patio tenemos más de cuarenta árboles. No sé si llegó a hablar con todos, pero creo que él tenía especial predilección por uno de nuestros almeces, en el que solemos colgar el columpio. Eso sí, apoyar la mano en la tierra era absolutamente imprescindible. Era el canal de comunicación con ellos. 

Pero, como decía, el súper poder del que más orgulloso estaba era la capacidad de volverse invisible. Había que tener cuidado al jugar con Javi a este juego, para que no se frustrara demasiado cuando volvía a ser normal, ya me entendéis. “¡Me voy a volver invisible!”, anunciaba. Acto seguido, se concentraba con todas sus fuerzas y, efectivamente, no había manera de encontrarlo. “¿Javi? ¿Dónde te has metido, Javi?”. 

De más está decir que no era el único súper héroe que hemos conocido con esa capacidad, pero la diferencia fundamental con el resto de los niños era la cara de sorpresa que a Javi se le quedaba cuando no éramos capaces de verlo, aunque estuviese justo delante de nuestros ojos. Se le dibujaba una sonrisa extraña en los labios y se le quedaban los ojos como platos. Creo, realmente, que en esos momentos olvidaba que todo era un juego, y que la única realidad posible era que no podíamos verlo porque un aura mágica, una prodigiosa burbuja, le envolvía, protegiéndolo de las miradas del resto de los mortales. Costaba trabajo traerlo de vuelta al mundo real. Se enfadaba. No aceptaba que otros decidieran por él el momento en el que volvía a ser visible. Alguna vez teníamos que agacharnos, apoyar una mano en el suelo y decirle: “Javi, los árboles me acaban de decir que la hora de jugar ya se ha acabado, y que hay que empezar a recoger”. Y, a regañadientes, Javi volvía poco a poco con nosotros.  Él sí que era el rey del mambo…

Miguel A. González

miércoles, 14 de enero de 2015

PEQUEÑOS GENIOS (1ª parte)

(Trabajo en un Casal Infantil, un centro para niños de entre 4 y 15 años que pertenece al Ayuntamiento de Barcelona. La matrícula es abierta y los padres pueden apuntarlos siempre y cuando queden plazas libres. El nuestro es un proyecto educativo en tiempo de ocio. Los niños entran a las cinco de la tarde, cuando salen de la escuela. Se podría escribir un libro que rebosara vitalidad, humor y ternura con lo que mis compañeras y yo vivimos día a día en su interior. Quizá un día lo intente.)

Un día, David, con 14 años de edad, se acercó a mí para decirme que quería ser actor, pero un tipo de actor muy concreto. De cine de terror, para ser más exactos. Mar, mi compañera de trabajo, escuchaba nuestra conversación atentamente. Ella le había dicho a David que me preguntara, porque al haber estudiado Arte Dramático, yo le podía aconsejar. Y así lo hice. Después de escuchar mis indicaciones, David pareció darse por satisfecho y no hizo más preguntas, así que fui yo el que quise indagar algo más. “¿Y de qué te gustaría hacer en una película de terror, David? ¿De bueno? ¿De asesino? ¿Un monstruo, quizás, o un zombi, o…?” David me interrumpió, muy seguro: “¡De muerto!” Los minutos siguientes minutos transcurrieron en una improvisada interpretación en la que Mar y yo pudimos comprobar el talento y las dotes que David tenía para meterse en la piel de un cadáver. Le salió un muerto algo nervioso, pero no estuvo mal para un principiante.

Alejandro ya no viene a nuestro casal. Hoy tiene 18 o 19 años y está en un centro para alumnos con discapacidad intelectual. Su tema de conversación preferido era, y creo que sigue siendo, los supermercados. “¿Tú a que súper vas?”, nos preguntaba sin parar. Cuando tenía 13 o 14 años lo sorprendí una tarde columpiándose a solas en el patio y canturreando algo. Me acerqué sigilosamente y me quedé muy quieto, detrás de un árbol, oyendo claramente la letra de su canción. Se la estaba inventando sobre la marcha, y trataba de Guille, un chico de su edad que por aquel entonces también venía al centro. En su cantinela, Alejandro describía un día en la vida de Guille. Guille se levantaba por la mañana. Desayunaba por la mañana, Guille. Guille se lavaba la cara, doblaba su ropita, Guille, y la metía en una maleta. Y Guille iba a la estación de Sants, y cogía un tren. Y Guille viajaba por ahí, ya no recuerdo a dónde. Alejandro, en su imaginación, recreaba un día ideal en la vida de Guillermo, que en esos momentos debía estar jugando en aquel mismo patio, ignorando por completo que era el protagonista total y absoluto de la canción que Alejandro improvisaba a unos metros de él. Me quedé oyéndola embelesado. Todas las acciones que Guillermo realizaba en la canción estaban narradas con detalle, y Alejandro sonreía feliz y seguía columpiándose, creando, con devoción y sobre la marcha, aquel cuento hermoso en el que su Guille tan bien se desenvolvía. Es posible que estuviera enamorado. Eso me dijo la madre de Guille cuando le conté de lo que trataba la canción que yo, escondido tras un ciprés para no interrumpirle ni distraerle, había escuchado de labios de Alejandro. La madre de Guille sonrió llena de ternura y, cuando Alejandro pasó por nuestro lado, ella le hizo una caricia. Alejandro aprovechó para preguntarle: “¿Tú a qué súper vas?”


Rodrigo, que también tenía la edad de Alejandro, me robó el corazón y se lo quedó, el muy canalla. Tuve que hacerme otro por su culpa. Era flaco como un palo de fregona y, cuando alguien cantaba, se ponía a bailar con una alegría que rayaba en la euforia, riendo sin parar y contagiando de pura felicidad a todo el que tenía alrededor. Recuerdo que se podía pasar horas jugando con los coches. Cogía tres o cuatro y los ponía muy juntitos, en fila india. Con sumo cuidado, hacía avanzar el primero de ellos medio metro, más o menos, y lo dejaba ahí. Entonces iba a por el segundo, y con el mismo cuidado, siempre muy despacio, juntaba el segundo con el primero. Y lo mismo hacía con los demás. Cuando volvían a estar todos juntos, volvía a repetir toda la operación. No parecía que Rodrigo supiera lo que significaba la prisa. Sus coches avanzaban poco a poco, seguros y tranquilos, en un viaje por etapas en el que lo importante era estar unidos. Un día de primavera, en el que tocaban tareas en el huerto urbano que tenemos en nuestro centro, descubrimos que todos los rábanos que habíamos plantado habían desaparecido. “¡Pero si hace un momento estaban aquí!” Había sido Rodrigo. Se había pasado un buen rato agachado entre las plantas del huerto y todos pensábamos que estaba con sus coches, viajando por una selva de habas y escarolas. Pero no. El tío se estaba zampando los rábanos uno a uno. Sin prisa, por supuesto. Cuando lo descubrimos y le preguntamos por qué lo había hecho, se limitó a sonreír. Así era él, espontáneo y despreocupado, como un gato. Un día que no había rábanos me vació las dos ruedas de la bicicleta sin que me diera cuenta. Esa tarde yo tenía prisa por irme porque había quedado, y al final llegué tarde porque tuve que ir a la gasolinera más cercana a inflarlas de nuevo. “Rodrigo, ¿no habrás sido tú el que hizo esto, no?” Pero entonces no sonrió, sino que se partió de risa, el muy gamberro… Y yo con él, claro. ¿Qué otra opción me quedaba?

Miguel A. González

jueves, 18 de diciembre de 2014

LAS NUEVE HERMANAS (por Miguel A. González)

“Si la inspiración llega, que me encuentre trabajando” (Pablo Picasso)

Dice la mitología griega, posiblemente la mitología más rica y fascinante que el ser humano tiene a su disposición (he dicho posiblemente, perdónenme simpatizantes de mitología egipcia, china, germánica, hindú o de pueblos africanos o polinesios), dice, pues, la mitología griega, que existen, o existían, unos seres femeninos, nueve en concreto, que eran hijas de Zeus y de Mnemósine, la personificación o diosa de la memoria. Y dice dicha mitología que esas nueve hermanas, esas nueve semidiosas, tenían, o tienen, el poder de inspirar en nosotros, simples mortales, la facultad de crear. Cada una tenía su nombre, pero en conjunto las conocemos por el nombre de musas. 

Podemos imaginar, por lo tanto, a nuestro alrededor, la presencia de unos seres invisibles que nos sobrevuelan, nos rozan el cabello con sus dedos semidivinos o susurran a nuestra espalda. O quizá vienen a nuestro encuentro cuando soñamos y nos hacen entrega de regalos brillantes y confusos, bocados de otro mundo que tienen ese sabor extraño que el despertar se encarga de desdibujarnos del paladar. Ese duende del que hablan los entendidos del flamenco debe ser un primo lejano de ellas, supongo.

El caso es que no sabría decir cuándo o dónde aparecen, y, suponiendo que lo hagan, por cuánto tiempo nos hacen merecedores de su compañía. Sé que no siempre acuden a nuestra llamada. Quizá porque son caprichosas y esquivas y traviesas (mujeres adolescentes, al fin y al cabo) Quizá porque no sabemos cómo convocarlas correctamente. 

Recuerdo ahora a Fernando Pessoa, un poeta portugués que, en sus ratos libres, creaba otros poetas imaginarios que incluso se escribían cartas entre ellos criticando a su propio creador. Pessoa, que una tarde, en Lisboa, se puso a escribir sobre una cómoda y se vio inmerso en un estado de posesión mental que nunca antes había sentido ni volvería a sentir jamás, según él mismo contaba, y que duró varias horas. “Fue la tarde triunfal de mi vida”, escribió. Recuerdo también a Franz Kafka, que la noche del  22 al 23 de septiembre de 1912 escribió, en una fase parecida al trance, un relato titulado “La condena”, y cuyo nombre no podía estar mejor elegido, porque esas páginas lo condenaron definitivamente, y por suerte para nosotros, a la literatura. Ejemplos similares debe haber miles. Las nueve hermanas también deben moverse con soltura en la locura y las drogas, y si no que se lo pregunten a Van Gogh, o a Charlie Parker, o a Jimmy Hendrix… O a Friedrich Nietzsche, que tanto sabía sobre los griegos y que acabó sus días en un sanatorio por haber llevado su mente hasta el vértigo. Repito: ejemplos así…

¿Habéis sentido algo similar alguna vez? No importa si escribís o no, no importa si pintáis o tocáis la guitarra, o si estáis estudiando para el examen de mañana o estáis fumando en el banco de un parque mientras miráis las palomas. En serio, ¿en algún momento de vuestras vidas habéis tenido la sensación de que la lucidez os arrebata, de que os hace suya sin que vosotros lleguéis a saber qué coño os está pasando? ¿La sensación de que, durante esos momentos (que no podemos elegir cuándo suceden) estáis en estado de gracia? Picasso, que sabía muy bien lo impuntuales que son las musas, las esperaba trabajando. Los actores y los músicos las citan sobre las tablas de sus escenarios y, cuando ellas se digan a venir, el público siente que allí arriba hay alguien más, algo así como presencia, un aura extraña, un duende.


Son ellas. Son las nueve hermanas. Ellas son las que encienden la bombilla esa que los dibujantes colocan sobre las cabezas de sus personajes cuando tienen una idea genial. Ellas nos traen la revelación de un Más Allá donde debe residir la Belleza que, solo a ratos y en pequeñas dosis, gotea sobre nuestro mundo cotidiano, y que a veces ni la entendemos. No me extraña que los griegos las imaginaran hijas de un dios. Hacedle caso a los griegos. Ellos sabían de lo que hablaban. 

viernes, 28 de noviembre de 2014

AMANTES (por Miguel A. González)


 (Este texto es para ti, Pepe. Por si lo lees, allá donde estés.)

Llegábamos siempre tarde, cinco o diez minutos, porque, bueno, veníamos andando… O porque éramos unos huevones, que también es una posibilidad. Si llovía, nos íbamos en autobús. Raúl y yo éramos lerdos, pero no tanto.
Yo salía de casa a eso de las cuatro de la tarde y me cruzaba la playa entera. Le picaba a Raúl en el portero automático y lo esperaba sentado en su portal. Entonces no teníamos móviles y ríete tú del wasap… Eran buenos tiempos. Entonces bajaba Raúl acabando de comerse el postre, si mis recuerdos no me fallan, y caminábamos media hora más hasta el centro de la ciudad, hasta la casa de la cultura, donde estaba en aquel entonces –hace diecisiete años ya de esto- el Aula de Teatro. Y entrábamos, siempre cinco o diez minutos tarde, y siempre me echaba la culpa Raúl, siempre decía “ha sido culpa del Migue”. Y yo ahí, esperándolo en su portal todos los días… Qué mamona eras, Raúl…

Allí estabais, Maru, Pepe, en esa habitación alargada, de techos altos, con las ventanas que daban a la fachada del Florida, a la sierra de Luna, por donde invariablemente se ponía el sol todas las tardes, con el suelo de parqué y con ese olor inconfundible que flotaba en el aire y que nunca se iba, esa mezcla de tablas de escenario y ropa antigua, y algo más que no sabría definir… Ese olor que se pegaba en la piel, en la camiseta, en el cabello, que te impregnaba por completo. Ese olor que te llevabas a casa y que acababa posándose en tu propia almohada.

Allí estabais, Pepe, Maru, al pie del escenario, sentados en aquella silla, con cientos de papeles en el suelo o en las rodillas, nuestros textos, las palabras que luego del papel pasaban a nuestra memoria, y de nuestros labios saltaban al aire de aquel aula, al aire iluminado por los focos, al aire perfumado de teatro. Allí estaba también Mely, con esa felicidad contagiosa que hacía que quisieras estar siempre a su lado, y Lorena, que siempre le tocaba el papel de mi madre, o el de mi novia, o el de mi hermana. Y también estaba Laura, con esos ojos verdes hipnóticos y ese rostro de ángel. Me gustaba tanto aquella chica y nunca se lo dije… Laura, si me lees ahora, que lo sepas: tanto me gustabas y nunca te lo dije.

Allí estábamos todos. Otoños, inviernos, primaveras. Las tardes caían, allá afuera, detrás de la ventana, donde el resto del mundo comenzaba. Pero no para nosotros, que dentro del aula pisábamos, descalzos, aquellas tablas y nos vestíamos de ropas fragantes y palabras de otros.

Allí era fácil ser feliz. Allí, Pepe, Maru, nos enseñasteis a amar ese mundo, nos disteis a probar el veneno del escenario. Desde entonces, he visto a mucha gente amar muchas cosas. Yo también amo y he amado. Pero siempre he sentido admiración, a veces incluso envidia, por aquellos cuya capacidad de amar es superior a la mía. Y los he contemplado con el respeto y la devoción del que contempla a un ser divino, a un iluminado, a un hechicero o un chamán. Porque el que ama se rodea de un aura mágica que influye a los de su alrededor. Porque tú también deseas tener también el privilegio que tienen esos amantes de sentir con la intensidad con la que ellos lo hacen. Así os he llegado a ver, Pepe, Maru.
Y ahora que lo pienso, tan buenos amantes sois de este oficio que, a veces, he llegado a dudar de si amáis más el teatro de lo que os amáis vosotros.

viernes, 14 de noviembre de 2014

PROGRAMA DE MANO (por Miguel A. González)



Él es don Juan Tenorio, pero en realidad se llama Daniel. Tiene una cicatriz en el abdomen y un lunar en el pómulo izquierdo. Ah, no es cierto, ángel de amor… Más rubia que el trigo en junio es doña Inés. Le fascina el color azul, estornuda cuando le da el sol en los ojos y su verdadero nombre es Lourdes. Callad por Dios, oh, don Juan, que no podré resistir…

Con vosotros, Irene: 25 primaveras, no puede vivir sin música, es una devoradora de pizzas y su flor favorita es la amapola. Junto a ella está Fran: 36 otoños y mismas aficiones, salvo la amapola, quizá. Ahí los tenéis: Maria y Tony en el West Side Story. Tonight, Tonight, the world is full of light…
Aquí está Marta, adolescente apenas. Tiene los ojos de un gato siamés y si le dices el día en el que naciste te responderá, sin dudarlo un instante, qué día de la semana era. Pero ahora no, porque su memoria está en otro lado. Está a punto de salir a escena a recitar Neruda. Soy el tigre. Te acecho entre las hojas anchas como lingotes de mineral mojado…

Ellos son David, Teresa, Ángel y Ángela. Adoran ir al cine, más aún si en la cartelera hay alguna de Pixar y pueden pedir las palomitas tamaño gigante. A David le gusta el mar, a Ángela la montaña. A Teresa, One Direction, a Ángel, Amaral. A ellas la Fanta naranja, a ellos la Coca-Cola. Ahora están en silencio, concentrados. Son cuatro cisnes blancos a punto de bailar en el lago de Tchaikovsky.
Estos dos son Raquel y Julián. Raquel se sabe las capitales de todos los países. Julián, en cambio, puede decirte la marca y el modelo de cada coche que ve pasar por la calle. Ambos están maquillados y llevan puesta la nariz roja, bien sujeta, con la goma elástica pasándoles justo por encima de las orejas. Como debe de ser.

Ahora le toca el turno a Matías. Metro noventa y cinco. Cuarenta y siete de pie. Le encanta dibujar árboles con y sin hojas y casas con chimeneas torcidas de las que salen largas filas de nubes de humo. Hoy se atreverá con el Nessun dorma de Puccini. En su casa siempre está sonando ópera. ¿Cómo evitarlo? Vincero… Vincero…
Y si abríamos con una escena de amor, con otra escena de amor cerraremos. Cintia y Carmen no quería ser menos. Cintia Julieta, que adora los documentales de leones y gacelas casi tanto como saltar en un charco con las botas de goma, está nerviosa, repasando su texto. ¿Quién eres tú, que así envuelto en la noche sorprendes de tal modo mis secretos? A Romeo Carmen, en cambio, lo que más le gusta es contemplar la luna llena, casi tanto como hacer castillos de arena en la orilla del mar. También nerviosa, murmura unas palabras… Mi nombre, santa adorada, me es odioso, por ser para ti un enemigo…


Ya lo veis… Variedad, diversidad, pluralidad… Un elenco pintoresco, ¿no es cierto? Pero lo que todos y todas tienen en común es que son especiales. Y no nos referimos a su discapacidad psíquica o intelectual. Son especiales porque, esta noche, volverán a ser artistas sobre este escenario… Disfruten pues del espectáculo. ¡Y apaguen sus teléfonos móviles!






Miguel A. González

martes, 28 de octubre de 2014

HAMBRE (por Miguel Ángel González)



Anoche cené emblanco. Ignoro si con ese nombre se le conoce también en otras partes de la geografía española, pero, sea como sea, no deja de ser uno de los guisos de pescado más sencillos y, a la vez, exquisitos. Póngase a hervir en una olla dos litros de agua con una pizca de sal, un chorrito de aceite de oliva, una cebolla y tres o cuatro patatas cortadas a rodajas. Añádase una hoja de laurel y, si es su gusto, una pastilla de caldo de pescado. Se puede añadir también un pimiento verde (recomendable) y un tomate (no tanto) Tápese la olla durante diez o quince minutos, añádase medio kilo de filetes o rodajas de merluza y, cinco minutos después, apáguese el fuego y déjese reposar. Sírvase caliente, en plato hondo, con un chorrito de limón. Ahí lo llevas. Rico, nutritivo y muy, pero que muy sano. Hace más de doce horas que cené. Mi organismo ya lo ha digerido, ya lo ha asimilado. Sus principios y nutrientes han pasado a mi sangre y forman parte de mí. 

Anoche también leí Siddhartha, de Hermann Hesse. Supongo que con ese nombre se le conoce en todo el mundo, pero, sea como sea, no deja de ser una de las novelas de la literatura europea del siglo XX más conocidas. Es breve y de estilo llano y sencillo, pero tiene un inconfundible sabor oriental, exótico y profundo. Tómese un argumento hindú, cocínese despacio en una forma narrativa, sazónese con un buen puñado de lirismo, filosofía, espiritualidad y especias índicas. Sírvase en un correcto alemán, en doce breves capítulos escritos en tercera persona. Ahí lo llevas. Nutritiva, sana, jugosa y muy digestiva. Mis ojos lo han recorrido, mi mente lo está trabajando y mi espíritu lo asimilará hasta incorporarlo en su interior y enriquecerse con ella.

Al final de cada día, cuando nos metemos en la cama y cerramos los ojos, nuestro estómago habrá recibido sus alimentos, nuestra mente también. Unas aceitunas en la terraza de un bar o unos versos escritos con aerosol en una pared del parque. Un chuletón de ternera en un restaurante gallego o el último disco de Radiohead en tus auriculares. No sé, podría seguir dando ejemplos hasta la extenuación, pero supongo que queda muy claro a dónde quiero llegar… Podemos ser exquisitos, carnívoros, devoradores de comida basura, sibaritas, gourmets, vegetarianos, veganos, piscívoros, amantes de la huerta, de la pasta, de las dietas hipercalóricas… Podemos ser también amantes de la música clásica, o el flamenco, o el rock, o la salsa… O frecuentadores de museos, ratas de biblioteca, buscadores de poesía, yonquis de la literatura y los cómics, adictos al teatro, apasionados de la danza, cinéfilos empedernidos... Constantemente estamos dándole alimentos a nuestro cuerpo, pero también a nuestra mente. Y nuestro espíritu tiene un complejo aparato digestivo que asimila todo ese material que recibe. Lo podemos educar más o menos, cuidar su dieta, mimarlo o darle caña. Somos lo que comemos. Somos lo que asimilamos, lo que incorporamos a nuestra sangre y a nuestra mente. Es una suerte, ¿no creéis? Tanta cocina, tantas recetas, tanta cultura… ¡Tanto placer esperando ser disfrutado!

No sé vosotros, pero de tanto hablar de esto me ha entrado hambre. Y el caso es que tengo una amiga que está en la cocina ahora. Desde allí me llega un olor agradable, irresistible. Está trabajando algo, a fuego lento, pacientemente y con mucho amor. Se llama La Vía Escénica, y en este blog tenéis los ingredientes, la receta y la posibilidad de acercaros a probar ese plato. Hmmmmm… ¿Qué decís? ¿Le ayudamos a poner la mesa?

martes, 14 de octubre de 2014

LA LÍNEA MÁGICA (por Miguel A. González)

Una vez fui Guardia Civil. Yo tenía 18 años, estaba flaco como un palo de fregona y tenía un pelo largo y lacio que no me cabía en mi tricornio de papel charol. Me tocó hacer la ronda por un barrio del extrarradio de Madrid. Entonces fue cuando crucé la línea, cuando atravesé el umbral que separa la realidad de todo aquello que no es real, y entré por fin en La Taberna Fantástica. 

Aquella fue la primera vez en mi vida en la que me subí a un escenario. Era el grupo de teatro del instituto (al que yo ya no pertenecía, por cierto) y me saltaba las clases de magisterio sin que mis padres se enteraran para actuar con ellos… Estrenamos en octubre de 1996 en el salón de actos del propio instituto. La actuación tuvo tan buena acogida que hasta hicimos representaciones fuera: otros institutos, pequeños teatros de la comarca… La Taberna Fantas“tour”, le acabamos llamando. 
Yo me seguía escapando de clase, por supuesto… Era como una droga, y encima nos invitaban a pizza. Grandísimos recuerdos, sí…

Foto de Enrique Carnicero
Pero lo más fascinante era la magia, la ilusión del hecho teatral. Porque aquella taberna no sólo era fantástica, en su título y en su condición de lugar escenográfico… Durante la representación de la obra, se volvía real. El espacio que delimitaba nuestro pequeño escenario tenía vida e identidad propia. Pertenecía al mundo que habitábamos todos. Podría haber estado en cualquier salón de actos de un instituto, en cualquier teatro del mundo, que siempre hubiera sido la misma taberna de las afueras de Madrid… Nosotros lo sabíamos. El público también… Ese ha sido siempre el pacto secreto, el contrato no escrito entre los habitantes del mundo real, al que también se le llama “público”, y aquellos seres prodigiosos, paranormales, que llamamos “actores”, que son capaces de cruzar la frontera entre este lugar y la otra dimensión. No hay más. Una o varias personas realizan una acción, pronuncian unas palabras. Una o varias personas las contemplan en silencio, las escuchan, las observan. Eso es el hecho teatral, el arte de la escena... La membrana invisible que separa unos de otros es la frontera del sueño, es lo que delimita el espacio sagrado donde ocurre el milagro. Ese milagro que sólo se produce cuando público y actores conspiran juntos, secretamente, sin acuerdos previos.


Vengan. Súbanse a un escenario o siéntense en la butaca. Sitúense a un lado o a otro de la línea mágica. Pero, se ubiquen donde se ubiquen, sabed que ambos sois privilegiados. Yo, y todos los que hemos frecuentado ambos mundos, podemos garantizarlo. Porque estáis alimentando vuestra imaginación, vuestro espíritu, vuestra alma. Y os doy mi palabra: es tan adictivo como hermoso.

Miguel A. González